La muerte emplumada

El águila se posó sobre el cuerpo de la perdiz, que indefensa y devastada ya por sus heridas, veía impotente su sombrío destino acercarse con rapidez. Con altivez, rascaba la agresora, las hebras del destruido nido, que un día tejiera la ahora maltrecha perdiz con afán. El ave rapaz levantó la cabeza, y echó un vistazo satisfecha ante los escombros que dejó a su paso. Arrogante paseó por entre los destrozos, sabida de su poderío.

Agazapadas las demás aves y otros animales pequeños, en silencio escuchaban sus propios huesos resonar temblorosos, sintiendo calambres atar sus músculos.


Pasivos consintieron, condescendientes el atropello, sin reparar siquiera, que su pánico alimentaba el ego de la cazadora; alineándose sin saber, en la fila de las víctimas potenciales. Tolerando de momento el actuar violento, con la alegría incipiente, de no estar en tan desfavorable situación. Un depredador se aventaja, y el espanto colectivo, como combustible aviva su poderío como la leña aviva el fuego. Mañana el apetito voraz del águila, demandará quizá, otra perdiz, una liebre o un zorro... Mientras todos recen pidiendo al universo protección, deseando que si fuese mañana su día fatal, la unión espontánea y piadosa de todos, les salve de las garras de la muerte emplumada. Bajo esta esperanza egoísta, deseando recibir, lo que no era capaz de dar, vivía la fauna pequeña de un bosque cualquiera. Glin Oliva







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