El brinco al Norte

Tamaulipas está a miles de kilómetros de Guatemala, el viaje fue una combinación de un plan que funcionó y un puñado de buena suerte, quizá más suerte que otra cosa. 
Habíamos pasado ya dos días esperando en una casa adentrada sobre un camino rural en alguna parte de Matamoros, secuestrados, aunque al inicio pensamos que nos reuniríamos con el grupo y que todo sería un viaje compartido, al llegar dejamos de ser viajeros y nos convertimos en rehenes con la obligación de pagar cinco mil dólares ($ 5,000) al otro lado de la frontera.  
 
Los vecinos nos miraban con desagrado cada que nos asomábamos a la ventana, durante el día el calor era sofocante y en la madrugada el frío se colaba por toda la construcción. El coyote hablaba cada que podía sobre el viaje, se reunía en privado para convencer a cada uno de que viajar con dinero o joyas era peligroso, ofrecía además una balsa para los que no pudieran nadar, y a los que podían los asustaba con que el río estaba dragado, y que era inseguro cruzarlo a nado; para la balsa, definitivamente hacía falta más dinero.  
 
De comer, nos daban tacos con extra chile, parecía divertirles ver con que dificultad engullíamos aquella mezcla de taco y picante en abundancia. Alardeaban sobre asaltos, sobre burlar a la policía, y portaban armas con actitud delincuencial, para infundir en el grupo respeto basado en temor.
Finalmente, en medio de la desesperación del grupo, el coyote irrumpió dando órdenes y gritos, ¡Nos vamos, el que se queda se jode, vamos, vamos…!
En medio de la estrecha calle, una camioneta agrícola esperaba, le hacía falta una fila de asientos en el centro y en la alfombra una poza de sangre sin secar acaparó las miradas, helados, imaginando cada quien una cosa; en el grupo se coló el miedo, había muchas preguntas sin ser dichas y un mar de suposiciones.
El piloto, amigo del coyote, presumía de que al Migra asesinado el día anterior, lo habían transportado en ese vehículo, y que esa posa de sangre era suya. Dejé de escuchar, solo veía la mancha, aquella gente, fuera cierto o no la historia, no era de fiar. El carro avanzó por entre un camino lleno de monte, hasta que al final llegamos a la orilla del río. Un patinar de llantas despidió a la camioneta, dejándonos la sensación de que no había manera de volver, no había opción.
- ¿Y la balsa? - Pregunté
- Lo que hay son dos cámaras (tubos de neumático), si quieren cruzar cruzan, si no, se quedan.
- Pero te pagamos por las balsas.
- ¡No hay balsas!

No había balsas, tampoco había asaltantes, a todos nos habían limpiado de las pocas joyas y dinero con la promesa de un cruce seguro y protección. Al momento de cruzar, con la mano izquierda enganchábamos la cámara neumática tirando hacia la otra orilla del río, lo que si era cierto era que el río había sido dragado, así que en los extremos tenía quien sabe que profundidad, no había un hundimiento gradual, debíamos nadarlo desde el borde esperando no toparnos con un molote de alambre de púas de los que solían aparecer en lo más hondo del río.

No había tiempo de arreglos, llenos de lodo nos vestimos con prisa, luego iniciamos la carrera entre los maizales que tenían a cada trecientos metros una torre de vigilancia con cámaras en la parte más alta. De pronto, comenzó una serie de disparos, los corazones se aceleraron confrontados con el miedo a ser atrapados o ser heridos de bala. 
Quizá los disparos eran para alertar a la Border Patrol, quizá el blanco eran nuestras cabezas; casi un kilómetro de huida, tendidos entre las plantas desérticas, oíamos como el coyote llamaba por radio al transporte, era evidente que no teníamos mucha oportunidad, cualquier radio de la migra podría interferir la transmisión, y las cámaras en las torres nos daban una sensación de derrota.

Después de un rato, llegó el transporte para el grupo de nueve, no iba ser fácil, no podíamos usar los asientos, los vidrios eran claros y los retenes o las patrullas nos descubrirían de inmediato. Ya estábamos dentro de Texas, y mientras corríamos hacia la panel, vimos a trescientos metros de allí, una camioneta arreglada que salía de entre la maleza, un acelerón bastó para recorrer la distancia en cuestión de segundos. 
Nos rodearon, y sin pensarlo dos veces todos corrimos hacia las siembras y luego quizá hacia el río…  Los gritos de “párate cabrón o te doy un putazo”, “están arrestados”, “Ríndanse” … resonaban por todos lados, el conductor aprovecho el momento en que el oficial al intentar arrestarlo guardó la pistola en su cartuchera, para darle un empujón y salir disparado hacia las malezas. 

Algunos fueron arrestados de inmediato, el resto fuimos capturados a orillas de una laguna a cuatrocientos metros, algunos rezaban, otros deseamos ser invisibles. El conductor, nunca se detuvo, fue el único que escapó, sin escuchar las amenazas del oficial, corrió sin detenerse hacia el río, hacia México.
No sé cuánto duró el viaje hacia la base de inmigración; veía las casas de un poblado tejano, construcciones muy distintas a las de mi país, y pensaba en el retorno, derrotado, sin empleo, sin posesiones (habíamos vendido todo para el viaje). Volver significaba iniciar de nuevo, de cero y en números rojos.

Todos recordábamos las amenazas del coyote, y nadie en aquella oficina circular llena de cubículos de interrogación se atrevería a delatarlo. No hizo falta, él y su mujer fueron ampliamente identificados, con múltiples alias, bajo varios cargos pendientes, ella fue deportada, el purgaría algunos años por tráfico ilegal de personas. 
Habíamos logrado brincar al Norte, pero todos fuimos atrapados (excepto el piloto, que para ese entonces estaría en una cantina narrando su última hazaña), el grupo estaba compuesto por cuatro mejicanos, tres hondureños, y dos guatemaltecos. Para fortuna de la mayoría, nos liberaron, nuestro futuro legal inmediato estaba marcado por aquella captura, seríamos enjuiciados con la finalidad de deportarnos, pero, aun así, estábamos libres en suelo extranjero.


Glin Oliva
2019

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