El maleficio de la banda

     Llegó el candidato aparentando sencillez, sacudiendo de su chaqueta el polvo que levantó al aterrizar el helicóptero. Luego subió a la tarima y pronunció una ensarta de verdades, contrapuestas a muchas promesas. 
     Veía a la gente a los ojos, y ante su pobreza se identificaba, les tomaba de la mano, les abrazaba y vestía de inmediato los regalos de indumentaria que la gente le alcanzaba. No seré uno más, decía. Seré, si me lo permiten, uno de ustedes que luche hombro a hombro. Luego se fue; con el tiempo le colocaron la banda de autoridad. Y fue, como si esa maldita banda, tuviera en ella la ceguera de muchos, que antes que él la vistieron. Invadió su mente, una niebla de décadas que oscureció su poca razón y patriotismo. 
    Pero al mismo tiempo, gracias a la oscura magia de la banda presidencial, le llovían propuestas de negocios, iniciativas fructíferas, proyectos de primer mundo; la crema y nata de allá, le acogió en lo más íntimo de su círculo social. Y fue tornándose ciego y sordo a los pobres y sus vocecillas, más aún, les ganó desprecio y repudio, le molestaba como los pobres según él, eran y seguirían siendo pobres por su propia gana, nomás servían según su excelencia, para estorbar y para ser acarreados. El maleficio de la banda se apoderó de otro súbdito, y una a una, las promesas de éste fueron cayendo al suelo para cubrirse de olvido.



Chenier Oliva

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