La tristeza del diablo

Estaba el diablo así de pintoresco como lo pintan,  en chancletas, mirando al horizonte con las manos en la quijada y los codos sobre el balcón, hallábase finalmente compadecido, tanto, que decidió tomar todo el oro.  Viendo a los habitantes de alguna época de aquella esfera mundana. Viendo como la codicia arrasaba con todo, con el afán de acaparar el deslumbrante metal. 

Quizá le entretenía tanto el desbocado mundo, y encariñado con su juguete favorito temía perderlo. Este era su mundo, su reino, ¿y qué es un rey sin un reino sino un triste personaje?, o quizá en su podrida y oscura alma, una pavesa encendida de bondad hizo el viaje hasta su inflamable temperamento y consiguió que ardiera el fuego de la compasión. Y así al ver a su mascota favorita, el humano, jugando al poderoso, atentando contra su propia existencia, tomó una resolución. 

Resolvió entonces tomar el oro, cuanto pudo encontrar, derritió todo y con un despliegue de poder sobrenatural, levantó la superficie de la tierra, y esparció gotas doradas por todo el mundo, escondiéndolo así del ambicioso hombre, a esperas de que este se ocupase de cosas más útiles a su raza. Transcurrió pues, un siglo, dos, varios -que fueron para el demonio como instantes-. Hasta que poco a poco, el ambicioso ser terrenal, ideó maneras para colectar ese oro que con picardía bondadosa, el cachudo había apartado de su alcance. 

Eran tiempos modernos en cuanto a maquinaria e industria. Y veía el diablo con tristeza como el humano se dañaba a sí mismo y a la obra más prodigiosa del Dios extraterrestre -el planeta Tierra-, dando con vehemencia vuelta por completo a los suelos, desnudándole de su vegetales ropas, cortando cauces y envenenando las aguas de los ríos. Derrochaba los bosques, sacrificaba su vida misma en nombre del porvenir y el desatinado y retorcido concepto de desarrollo, disfrazando la codicia en un adornado subterfugio.  Nunca tuvo la industria tanto éxito, como nunca la naturaleza tanto fracaso. Era a la vez, el clímax de la extracción y el declive de la raza humana. Agotado de intentar, el diablo se bamboleaba en su mecedora, ideaba distracciones en forma de pandemias, de plagas, de huracanes, de terremotos. Más como un niño terco, luego de sanadas sus heridas. La humanidad retomaba el curso apresurado hacia su urgida autodestrucción; cada vez a un ritmo más veloz, cada vez con una excusa más tonta que la anterior.

Glin Oliva



*Versión audible



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