El ronrón suicida

Un día más es siempre un día menos,  ciegamente caminamos hacia caminos temidos, constantemente jugueteando con la vida y la muerte, despreciando a una y temiendo a las dos, pensó el ronrón, luego sorbió. 

-Hubo una vez un ronrón insensato, cuyos hábitos suicidas le arrastraban hacia la tumba de manera prematura. Su corazón  amenizaba como bombo de banda su paso vacilante, mientras él, con su cuerpo adormecido y sus alas atrofiadas luchaba por conservar el equilibrio. 

Al prieto ronrón Le gustaba lamer veneno, de a poquito, para morir lentamente, le hacía perder la razón, suficiente para alucinar  pero no para expirar de golpe; su muerte era lenta, un masoquismo  pausado, un habito oscuro que le llevaba a la muerte  en una procesión de culpa e insensatez. Adelantada, una carroza le esperaba aunque su cadencia fuera lenta, en medio de un juego macabro de autodestrucción.

Arrastrando sus patas adormecidas, rallando el piso, lento y zigzagueante, su mover, era un arañar quedito, un ruido bajito que nadie alcanzaba a escuchar, un paso tropezante, que, como un tango siniestro, daba dos pasos a la vida y tres pasos a la muerte. 

Otro sorbo,  otra copa… la visión delirante se diluía con la mañana, el psicodélico palpitar de su espejismo le abandonaba. Aquí y allá, el ronrón suicida sorbía su muerte un trago a la vez, sin apuro,  lentamente, la prisa llegaría con el correr del tiempo. 

Ya no volaba el ronrón,  solo avanzaba lentamente hacia la caravana fúnebre, estaba por alcanzarla, por subir al féretro vacío, a esperas de que este posara su extenuado cuerpo en el aterciopelado interior. Ya la alcanzaría, cuando el último sorbo doblegara su fuerza, cuando la última gota derramara la copa.

Las cercas de piedra, enmarcando el polvo de la loma, parecían juntarse justo arriba, y tras de la cima, los nubarrones amenazaban con mojar a la comitiva, que perdida, cada cual en su pensamiento, caminaba recogiendo imágenes y reuniendo semblantes; siendo unos de otros, la escena tétrica que describirán a quien preguntara por el funeral.

La poca luz anunciaba el ocaso y dibujaba siluetas de árboles casi marchitos por la dura canícula de ese año, y la sequía de años pasados. Las narices curioseaban, entre olores de girasoles, de rosas, de gerberas, de margaritas, de lilas, de lirios, y unas flores que mezclando su aroma con el de otras, creaban perfumes fugaces que algún día reaparecerían en otro funeral. 

Las notas altas vibraban, las bajas chillaban,  ambas saltando entre pausa y pausa de la fúnebre melodía, notas metálicas de oboe, de tuba, percusiones en el aire, una tras otra, anunciando la partida. 

La caravana marchaba, y detrás,  el ronrón suicida retrasado, levantó la mirada, examinó fascinado el camino aledaño, justo allí, en la bifurcación vaciló, de sus manos entumidas cayó la copa  y un campaneo estrepitoso de cristales  rotos atrajo el mirar de todos. En medio del silencio repentino, la muchedumbre le veía abandonar el sepelio. El cortejo fúnebre se había roto; había muchos rostros incrédulos y un par de sonrisas. 

Cuesta bajo de la oscura loma, cuesta abajo del campo de los olvidos, a paso torpe pero apresurado, el ronrón suicida corría, su paso rasgaba el polvo, la música dio paso a un cuchicheo ruidoso. El ataúd quedó al lado del camino;  los músicos cansados de tanto tocar, bajaron sus brazos. 

Pasaría un tiempo, para que la oscura silueta que le aguardaba, le tomara del hombro.



Glin Oliva









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