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La araña

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A una araña, que habitaba en un rosal plantado dentro de una maceta, como un pequeño hábitat verde y frondoso, le parecía esto, un gran dominio; y juzgaba todo acorde a su percepción del mismo. Un día,  llevada por el viento, voló lejos, suspendida por el levitar electrostático de sus hilos de seda. Así, llegó  por casualidad a una arboleda; maravillada por la abundancia de otras especies vegetales y las dimensiones de los espacios extraños, estimó entonces a su antiguo mundo como pequeño, como pequeñas le parecieron las ideas que del mismo provenían; que hasta ese entonces eran para ella verdades absolutas. Allí, frente a la inmensidad novedosa, dejó caer sus viejas convicciones, abrió ampliamente los ojos y de igual manera dispuso su mente, para dar cabida a la nueva realidad.  Se sintió pequeña ante un escenario de tales dimensiones y el cambio le llevó a  especular sobre un panorama todavía más grande, mucho mas que su vieja maceta, más grande incluso que el  bosque aquel. Pensó en

Acelerando

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Fue durante un atardecer lluvioso y nublado, que escuché por vez primera hablar sobre los viajeros, que iban por distintas épocas de la existencia. El relator de aquellas historias, que de momento me parecieron tan fascinantes, era nada más y nada menos que un anciano, el cual se hallaba interno en el hospital donde yo trabajaba como enfermero, un hospital de locos, y, por ello no podía tomar con seriedad tales afirmaciones viniendo de un paciente de aquel lugar. El caso era que: el anciano que por nombre tenia el de Benjamín, relataba aquellas historias con tal seriedad y emoción que daban la impresión de ser reales. El jefe de los enfermeros, me alejaba de aquel anciano cada vez que se percataba de nuestras charlas, que con el correr del tiempo se habían hecho cada vez más frecuentes. Según el jefe de enfermería, el hecho de profundizar en diálogos con los pacientes podía terminar alejándome de la realidad. Y para ser franco, al principio a mi también me parecieron descabelladas sus

Se le subió el muerto a la moto

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Ya pasadas las doce, salió Victor del centro de Salamá, trabajaba de mesero en un restaurante, rodeaba por el parque, hacía una mueca de medio santiguarse frente a la iglesia y jalaba el acelerador mientras veía uno que otro transeúnte por los alrededores. En medio del manto de la noche veía los puentes La Libertad y El de Tablas, más adelante, en su camino aparecía la Escuela Federal, llena de recuerdos de infancia. Así iba dejando atrás el pueblo, rasgando las sombras del paisaje nocturno, con la luz del farol de su vehículo. Ya por el puente Salamá, pasó por el punto más sombrío,  cerca de un gran  árbol de amate, estaba oscuro a más no poder, como cualquier noche sin luna, y los árboles con su fronda, teñían aún mas el suelo de penumbra con las sombras de sus copas. Entrando al puente estaba, cuando sintió como si alguien más viajara en la moto, sin que los amortiguadores se comprimieran o la máquina disminuyera ni levemente la velocidad  de la marcha, sintió frío en la espalda, y

Al Güicho se le apareció la Llorona en el Orotapa.

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Como era viernes y el cuerpo de Güicho lo sabía... salió del chance con rumbo automático hacia el punto de reunión de todos los viernes, ya no era soltero pero las costumbres no se dejan de un día pa otro, así que iba pensando, que es mejor pedir perdón que permiso, a la mujer seguro se le pasaba el enojo de la noche a la mañana. Como todos los amigos eran algo coches pal guaro, después de doce rondas, diez platos de nachos y dos de chicharrones, se fue en la parrilla como tercer ocupante de la moto del Carechucho, que aunque imprudente y loco pa la manejada seguía vivo después de varios accidentes por andar bolo y en moto (pésima combinación), pero como fuera, le dio jalón pa la casa y allá iban, ya bien alegres, soltando los eructos del mix de nachos, chicharrones y guaro. Como el Carechucho iba algo preciso, lo dejó en la bajada del colegio, justo a cien metros del riachuelo, que como era invierno tenía un poquito de corriente y una que otra poza con ranas, pupos y tepocates. El Güi

La pócima, un cuento inconcluso…

Muchos tenían ya en su organismo parte de la amenaza, envuelta en un manto verde fluorescente que la ataba. Esto permitiría a sus cuerpos estudiarla y asimilarla, fortaleciéndoles para cuando otra de ellas les atacara.  El hechicero les había brindado una pócima a manera de favor para que sobrevivieran a la peste que castigaba a la comarca a cambio de unas monedas de oro. Hacía unos días, un mago lector de espejos llamado Diafanobi, les había compartido información de rumbos lejanos, sospechas de que aquel hechicero había liberado una oleada de amenazas, para ofrecer como falso bienhechor, la esperanza liberadora a cambio de unas piezas de valioso metal. Yaopin, el hechicero, cuyo rostro inexpresivo escondía su oscura maldad, traía a este lejano mundo un halo de esperanza al cual era imposible rehusarse, hasta los más testarudos doblegaban su voluntad ante la mortandad, a pesar de la desconfianza, veían en el brebaje, una salida a tan mortal embate. Quienes tomaran la pócima, debían de

La tristeza del diablo

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Estaba el diablo así de pintoresco como lo pintan,  en chancletas, mirando al horizonte con las manos en la quijada y los codos sobre el balcón, hallábase finalmente compadecido, tanto, que decidió tomar todo el oro.  Viendo a los habitantes de alguna época de aquella esfera mundana. Viendo como la codicia arrasaba con todo, con el afán de acaparar el deslumbrante metal.  Quizá le entretenía tanto el desbocado mundo, y encariñado con su juguete favorito temía perderlo. Este era su mundo, su reino, ¿y qué es un rey sin un reino sino un triste personaje?, o quizá en su podrida y oscura alma, una pavesa encendida de bondad hizo el viaje hasta su inflamable temperamento y consiguió que ardiera el fuego de la compasión. Y así al ver a su mascota favorita, el humano, jugando al poderoso, atentando contra su propia existencia, tomó una resolución.  Resolvió entonces tomar el oro, cuanto pudo encontrar, derritió todo y con un despliegue de poder sobrenatural, levantó la superficie de la tierra

El ronrón suicida

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Un día más es siempre un día menos,  ciegamente caminamos hacia caminos temidos, constantemente jugueteando con la vida y la muerte, despreciando a una y temiendo a las dos, pensó el ronrón, luego sorbió.  -Hubo una vez un ronrón insensato, cuyos hábitos suicidas le arrastraban hacia la tumba de manera prematura. Su corazón  amenizaba como bombo de banda su paso vacilante, mientras él, con su cuerpo adormecido y sus alas atrofiadas luchaba por conservar el equilibrio.  Al prieto ronrón Le gustaba lamer veneno, de a poquito, para morir lentamente, le hacía perder la razón, suficiente para alucinar  pero no para expirar de golpe; su muerte era lenta, un masoquismo  pausado, un habito oscuro que le llevaba a la muerte  en una procesión de culpa e insensatez. Adelantada, una carroza le esperaba aunque su cadencia fuera lenta, en medio de un juego macabro de autodestrucción. Arrastrando sus patas adormecidas, rallando el piso, lento y zigzagueante, su mover, era un arañar quedito, un ruido